sábado, 28 de agosto de 2010

OLORES, SENSACIONES


Ya casi tenía olvidado cómo se entraba a esta página para actualizarla, pero tras unos intentos fallidos y contraseñas erróneas lo he conseguido.

Esta vez no voy a criticar nada como viene siendo habitual, sino que voy a hacer algo a lo que no acostumbro, a saber, hablar de sensaciones.

El verano ya está llegando a su fin, y como todos ellos, he aprovechado para visitar el pueblo al que llevo peregrinando desde mi más tierna infancia. Y digo peregrinando porque hay una fuerza extraña que no permite pasar un verano sin ir a verlo. Es bien cierto que ya no es el mismo pueblo que era cuando yo tenía 15 o 16 años; no sólo porque Quintana y sus gentes hayan cambiado físicamente, sino porque yo también lo he hecho. Ya no es el pueblo de las primeras borracheras, los priemros besos furtivos en alguna calle oscura, las primeras desilusiones amorosas, la rivalidad entre foráneos y locales... quizá lo siga siendo para algunos visitantes que ahora tienen 15 o 16, pero no para mí.

Aún y todo, el pueblo sigue teniendo un encanto especial, un urbanismo singular, totalmente contrario al del lugar en el que vivo normalmente. En Quintana son todo casas pequeñas unifamiliares, pegadas unas a otras, con distintos colores y formas, a distintas alturas...

Sigue siendo un pueblo donde todaviá quedan personas recias, trabajadoras infatigables, aunque la salud no les acompañe. Se me viene a la mente la imagen de mi vecino, un hombre de unos 70 años que aparenta cerca de los 90. Mediano de estatura, huesudo de complexión y con un andar cansado, fatigado de tanto trillar el campo y trabajarlo. Siempre me ha llamado la atención las botas monteras y los calcetines de lana de oveja que vestía en pleno mes de agosto a no menos de 35º. Ataviado con un sombre de paja y unas gafas de sol que apenas dejan entrever su cara, se puede vislumbrar una mirada viva, con chispa. También se puede entrever su carcomida dentadura y los pliegues de su piel que mas que piel parece esparto por tantos años de exposición solar sin ningún tipo de protección. Sus manos son fuertes y grandes, casi tan duras como la piedra en que tan rico es el pueblo. Son manos capaces de soportar una picadra de avispa sin inmutarse.

Podría seguir hablando de este personaje bastante más tiempo, pero no es el momento, sólo decir que cada vez son menos los hombres como este, hecho que es positivo por un lado, dado que las nuevas generaciones se dedican al estudio y otras labores menos exigentes físicamente, pero también tiene su punto negativo, a saber, la pérdida de este tipo de vida campesina y dedicada a la tierra y a su comprensión más íntima y cercana.

Como se ve es un publo un poco como los de antes, aunque a sus habitantes no les haga mucha gracia que se lo recuerden, pero es verdad que cada vez son más los pasos que están dando hacia un avance en los servicios y calidad de vida.

Esto conlleva la desaparición de las costumbres que yo siempre he visto en este pueblo, como el salir a hablar a la puerta a la noche, "tomar el fresco" como dicen ellos. Momento este que se aprovecha para hablar sobre la marcha del día, comentar alguna noticia de interés local, hablar del tiempo... Lo verdaderamente importante de esta prática no son los temas de conversación, que pueden serlo, sino la relación de amistad, de cercanía que se crea entre la gente que comparte ese círculo día tras día. Una relación que en los pueblos más grandes, más industrializados, más "avanzados" se ha perdido hasta el punto de llegar a no conocer a tus propios vecinos.

La libertad de los niños también puedde verse mermada. Antes era común salir con total libertad porque siempre iba a haber algun adulto que diera cuenta de tus andanzas a tus progenitores y eso siempre es consolador y da cierto aire de seguridad a los padres, seguridad que en los pueblos grandes y ciudades se ha perdido.

No se hasta qué punto es preciso sacrificar esta sociedad mucho más social en aras de una avance en "bienestar" insignificante. ¿Acaso no este el mayor de los bienestares? El conocer a tus vecinos, la tranquilidad de un pueblo pequeño, la vida en armonía con la naturaleza...?

Pero vayamos al hecho que motiva esta entrada: el olor de Quintana y su cielo estrellado. Cada año me maravillo con la cantidad de estrellas que se pueden apreciar en este pueblo, tantas que son imposibles de contar, tantas que dudas que existan ni en la más clara noche bergaresa. ¡Y qué decir de su olor! Un olor a naturaleza, a tierra mojada que me retrotrae a mi más tierna y feliz infancia infancia.

Este debe de ser el motivo por el que no puedo dejar de visitar Quintana.