Estaba corrompido por ese deseo insatisfecho, por esa necesidad de sentir; no podía dejar de pensar en complacerlo, a cada segundo, a cada minuto, a cada hora, a cada instante.
Se deslizaba conscientemente por el filo de la más afilada de las navajas, pensando que sus dotes malavarísticas le impedirían caer a ese vacío infernal, a ese dolor extremo. ¡Insensato! Las palabras que tantas veces le había repetido su profesor hacía tanto tiempo resonaban con fuerza en la cabeza de Pedro aquella fría mañana de febrero.
No era la primera vez que se asomaba a lado peligroso de la vida, y tampoco era la primera vez que apostaba su integridad con tanta convicción; había que aceptar que esta vez lo salvaje era más claro que nunca, más embriagador que el mejor de los whiskys, más atractivo que una bolsa llena.
Lo que no dejaba de sorprenderle era la facilidad con que se perdía en esa delicia de deseo, pesara a quien pesara.
Solo vivía para él, solo pensaba en él, lo encontraba en cada respiración, en cada latido de su corazón, en cada pestañeo de sus ojos; lo encontraba en el váter, junto al cepillo de dientes, lo esperaba a diario en el garaje, en su coche, las canciones que escuchaba lo reproducían continuamente.
Jamás había sufrido una tortura tan placentera, jamás se había expuesto de aquella manera tan primaria, jamás se había sentido tan vivo como en aquel instante.
Apretó el botón y notó como el animal que le carcomía por dentro iba saciándose poco a poco. Ése era su final.
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